viernes, 22 de agosto de 2014

Joyce Carol Oates


Siempre me sorprende la intuición que motiva la elección de los libros que leemos. Desde marzo tengo varios apilados por ahí, libros que me regalaron para mi cumpleaños y que no abrí por estar completamente tomada por la novela que escribía. Mi primera novela. Ojalá sea la primera de varias. Porque escribir narrativa me ha parecido mucho más entretenido que escribir poesía. Yo misma tacharía el adjetivo. Pero es así. Fue –es- un trabajo arduo. Hay que meterse de lleno en la ficción. Se deja de vivir por un rato la propia vida -¡qué bueno esto por dios!-. Se mira a la gente, se la piensa como si todos fuesen personajes de lo que una está escribiendo. La letra corre mucho más rápidamente que en la poesía. O al menos así fue esta tímida experiencia. Eso: entretenida. Abosorbente, trabajosa, causa de insomnio pero sí: entretenida  El día que la llevé al concurso –S la llevó, hizo las copias, etc- me crucé con un ómnibus lleno de chicos de un colegio hebreo como el que asisten algunos de mis personajes. Sentí que era un buen augurio  -así pienso las cosas, así creo que son: una cadena de buenos o malos augurios-. La cuestión es que durante agosto pude retomar la lectura. Leí una de Julian Barnes recomendada por S: The sense of an ending. Buenísima. Y sin embargo no fue más que eso. Una novela redonda, prolijísima. Genial podríamos decir. La leí en tres días de cara al sol de Bahia. Y sin embargo, me daba cuenta de que lo que en realidad tendría que estar leyendo era otra cosa -quizás no me gusten tanto las novelas cuadradas sino las que desbordan un poco, las que están un poco menos pensadas y se dejan llevar como un mazo de cartas que  se cae y queda desplegado sobre la mesa-. Joyce Carol Oates me esperaba. Ahí estaban las más de cuatrocientas páginas. La foto de la tapa. La madre y la hija. Acá le pusieron Mamá y quizás es tan poco seductora la palabra –que yo escucho a diario en boca de mis tres  hijos, todo el tiempo- lo que me impedía abrir el libro y arrancar. El título original es Missing Mom. Conclusión: fue una clase de narrativa. La manera en la que Oates cuenta, todo lo que no dice, cómo salta de capítulo en capítulo, cómo incluye los diálogos, cómo maneja el discurso interior de Nikki (un personaje increíble), la manera en la que  Nikki se va transformando, lo que deja atrás;  cómo construye a Wally Szalla –el hombre casado con el que sale-. Incluso se da el lujo de incluir a un detective seductor y no caer en ningún lugar común o mejor aún: jugar con el lugar común. Y Clare. ¡Clare! Qué buen personaje. Esa mujer de voz mandona y llena de obligaciones autoimpuestas –no, no, jamás querría ser como Clare- que va y viene por este suburbio de Nueva York, con sus dos hijos, su marido a cuestas. Y sí: el desborde de Oates. De seguir narrando y narrando, de entrar en detalles innecesarios, de repetir, de seguir y seguir y seguir porque la experiencia de la muerte de una madre es devastadora suceda a la edad que suceda, porque nos quedamos solas –solos- porque el mundo irremediablemente va a ser un lugar distinto, mucho menos seguro; porque la manera en la que lo cuenta merece cuatrocientas, quinientas, mil páginas. Todo esto sin caer en ningún cliché, en ninguna clase de sentimentalismo barato, en ningún golpe bajo. Se trata de esas novelas que van a destiempo, en las que una aprende a conocer el mundo, los personajes. Es como si, por un rato una dejara de vivir en este ahora en el que ya ni siquiera somos post porque ser post es estar fuera de twitter, fb, tinder, de la saturación de imágenes, de ese ver, ver, ver todo el tiempo y una volviera a creer que “conocer” es posible -qué idea más decimonónica: conocer a través de la literatura- indagar en lo interior, saber algo más sobre como son los procesos que hacen que vayamos cambiando a lo largo del tiempo o que lo más propio de una ya estaba ahí, siempre. En fin: se abre un mundo detrás de Oates. Muchísimas novelas por leer que tendrán que esperar un interludio: S me regaló una de R. Walser. En edición de la Biblioteca de Coetze. Parece que Walser murió congelado: lo encontraron unos chicos cubierto de nieve. Lo empiezo a leer condicionada por este detalle fundamental: ya sé que me va a gustar. 

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