domingo, 20 de octubre de 2013

La hija que odiaba a su madre

Está claro: tengo que cambiar de bar. Tampoco es que este sea un bar -"bar" me remite mucho más a la calle Corrientes-, es un cafecito que tiene un segundo salón donde en general la gente va a trabajar. En general. Hoy, fue el turno de "la mujer con más odio del mundo". Yo estaba con mi hijo más pequeño, en su cochecito.  Apenas salimos se quedó dormido. S está enfermo y le venía bien que al menos lo librara de uno de los niños. Y yo quería avanzar en mi novela. Me pedí un agua mineral lo cual ganó inmediatamente la bronca de la mesera. Sólo que su bronca no era nada comparada con el odio de la mujer que estaba sentada casi enfrente de mí.  Estaba con su madre, una señora en silla de ruedas. Muy vieja. Apenas encendí la compu escuché: "No me hablés de esa gente, no son simpáticos, porque cuando te llaman son todo amor, todo dulzura y después no ponen ni un peso por vos, así que ni me los nombres." La señora no decía nada.  Tomaba de su té con esa mirada que tiene la gente cuando trata de no escuchar, de no registrar al otro. No sé qué más le decía la hija. Tenía tanto para recriminarle, tanto para echarle en cara. Cualquier cosa que su madre le dijera bastaba para que le lanzara otro dardo envenenado. Al final la hizo pagar a la pobre madre. Temblando -lo juro- firmó el cupón de la tarjeta. Yo pensaba: ¿para qué? ¿para qué la sacó del geriátrico y la trajo a comer? ¿no era mucho mejor dejarla a la pobre mujer mirando tele, dejarla con su rutina, dejarla, incluso, dormir la siesta, dejarla, digo, morir, eventualmente, morir como se debe? Puede que la mujer haya sido una pésima madre. De las peores. Un desastre. Pongamos una madre abandónica, pongamos que era violenta, que le pegaba. Digo: no hubiese sido mejor, quizás, dejar de hablarle. En última instancia pagarle el geriátrico, donde fuese que estuviese viviendo, pero dejarla ir. Hacerlo sin culpa. Seguir con lo propio. Hacer terapia, yoga, lo que sea, pero dejarla ir. Porque el odio que tenía la hija encima, la manera en la que miraba a un lado y al otro, le hacía mal a ella misma. La vieja ya estaba en otro lugar. Vaya a saber una dónde. Con sus recuerdos, con el lado de la vida que ella elegía ver. Y algo más, algo que me dejó pensando mucho: la bronca de esta mujer parecía venir de un lugar concreto. Ella veía lo que su madre se negaba a ver. Ella sabía que la gente "simpática" era una manga de sinvergüenzas y ella quería hacérselo ver a la madre. Ella era la portadora de la verdad. Ella sabía. 
Entiendo que no es la mejor reflexión para el día de hoy. O tal vez sí. Para pensar un poco en esta relación tan profunda, tan fundamental, tan pasional. Madres e hijas. Y les pido de corazón a mis propios hijos: si algún día me van a invitar a comer para tirarme encima todo el odio del mundo, piénseno dos veces, es probable que con un pedazo de papel y una birome me dejen mucho más contenta.

La foto es de Juana Hidalgo, actriz, una abuela postiza que ama a sus nietos postizos, algo así como el tercer ojo -la tercera abuela- de la abuelitud. Está con Manuel, el pequeñín que me acompaña en estas excursiones al café de la esquina. 

viernes, 18 de octubre de 2013

Casarse en una quinta

Ellas no tienen la culpa, claro. Esto es un bar, acá la gente viene a charlar. No todos son como yo y necesitan huir un rato de sus casas para escribir en paz. ¡Benditos sean! Pero, ¿ponerse a organizar un casamiento acá, en la mesa que está al lado de la mía? Por Dios. Les cuento: el casorio de la chica de camisa negra con flores es en una qiunta. Tiene lindo pelo, así que seguramente se haga un tocado importante. "No todos se bancan la de la quinta", dice. Yo me pregunto qué es lo que hay que bancarse. Pero ella lo aclara: parece que una desubicada le pidió llevar a la quinta a los hijos de su novio. La novia lee el mail: la pobre chica explica que se le complica mucho dejar a los hijos de su novio, qué no tiene mucha opción, incluso pide perdón por el atrevimiento. "No tenemos con quien dejarlos", explica. Pero no, no hay caso. La novia es implacable. El gasto que le insume es enorme. Y la desubicada esta "no tiene idea del gasto que implica casarse en una quinta". Ese es el tema: la quinta. La novia lee el mail que ella le mandó: "disculpá que no pueda solucionarte la vida", parece que le escribió. Y yo me pregunto: por Dios, ¿para qué la invitó? La imagino sacando cuentas -a la desubicada, no a la novia- pensando cómo, de qué manera conseguir una babysitter para poder ir. ¡No! ¡No vayas! Quedate en tu casa mirando alguna serie. Si vas vas a terminar gastando un dineral -VOS no la novia- para que te reciban con una sonrisa a medias porque, en realidad, la idea era que no fueras. Por suerte las amigas que están acá con la novia son otra cosa, son mejores, saben de sex toys -ahora hablan de eso- saben de baby showers, saben de canciones, saben lo que implica casarse en una quinta. En fin. Tenía que escribirlo. Al menos para que me rindan estas tres horas fuera de casa.

PD: ¡¡¡NO!!! No elijas el fragemento del Evangelio que dice: "Si no tengo amor no soy nada", elegí otro, más original, por favor, te lo pido, al menos para que este tiempo valiosísimo que me acaban de quitar de las manos haya valido de verdad la pena. 

jueves, 3 de octubre de 2013

La hija de la cabra

El año pasado Bajo la luna publicó una novela excepcional. Una joya de esas que, de verdad, no abundan. La novela, La hija de la cabra, la escribió una querida amiga y excelente poeta: Mercedes Araujo. Hace mucho tiempo que espero que se publique la reseña que escribí. Casi un año diría. En ese tiempo la novela salió de la mesa de novedades, otros libros vinieron a ocupar su lugar y, mi lectura que tal vez podría haber colaborado apenas un poco para que la novela se venda -¡sí de eso viven los escritores y los editores, de las ventas!- quedó a medio camino: escrita pero no publicada.  Ya saben, soy supersticiosa y creo que tal vez el hecho de finalmente publicar la reseña acá como si no tuviera ya ninguna esperanza de que el suplemento la saque, quizás haga el milagro y mañana al abrir la revista encuentre la crítica que con tanto cariño y admiración escribí. Si eso ocurre, prometo borrar del blog esta entrada. Si no ocurre, supongo que se entenderá que esperé lo suficiente. Aquí va, entonces, a la salud de la Juana, mi reseña de una de las mejores novelas de la literatura argentina que leí en los últimos tiempos. 




A veces pasa: nos encontramos frente a una novela que combina un trabajo de orfebrería con el lenguaje a la vez que plantea una trama que atrapa, que no se puede dejar de leer. En algunos casos excepcionales sucede algo más: se trata de relatos en los que el lenguaje parece fundarse a cada paso, inventarse gozosamente, novelas que el lector disfruta, hipnotizado por el descubrimiento de un tono, de una voz. Es el caso de La hija de la cabra, la primera novela de la poeta Mercedes Araujo ganadora en 2011 del Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes.
El relato se centra en la historia de amor de “la Juana” –una india huarpe mendocina, hija del cacique Cunampas– y un blanco durante la época del Virreinato. Pero también es la historia de la familia de Juana, de los hombres y mujeres de la comunidad, del hambre, de la sequía, de la ambición de quienes explotan la tierra;  una verdadera épica del páramo. Y, si bien se trata de un  paisaje cercano a la experiencia de la autora –Araujo es mendocina– el tema del desierto es arriesgado. Invita a leer la novela nada menos que dentro del corpus fundacional de nuestra literatura: José Hernández pero también Martínez Estrada y Di Benedetto. Sólo que aquí es la mirada de una mujer la que resignifica ese espacio simbólico. No sólo la de Juana, también la de su gran amiga Rosalía y sobre todo la de su madre, La Cabra –esa mujer que enloquece y se aparta, ¿o la apartan?, para morir sola. Esa figura de la mujer que se vuelve loca, que hay que encerrar –en un ático o en el monte como es el caso de La Cabra–  ha sido emblemática para la crítica feminista que estudió las representaciones de la mujer en la literatura del siglo XIX. Y es muy interesante que Araujo la rescate. Por eso, la gran autora que aparece aquí, la tradición en la que se escribe esta novela es la de Sara Gallardo y su Eisejuaz.
Araujo construye un lenguaje en el que cuerpo y paisaje se funden y fundan a su vez una manera de hablar, de decir –“El silencio y la cerrazón han encaminado a Juana a un cerro. Cuerpea. Escala buscando un animal. En la cima, lija de un vistazo el horizonte. Ni un solo bicho. Una mancha oscura en un pico de roca viva”–  que, sin embargo, no parece forzada sino que nace con la naturalidad de la flor del cardo y que recuerda, por ejemplo, el registro poético y abigarrado de Clarice Lispector en La araña. Sólo que aquí, cuando ese lenguaje parece opresivo –y en La araña Lispector lleva ese experimento al límite–, la autora tiene la habilidad de enhebrar otro discurso, otro género que vuelve la narración siempre al campo de la legibilidad. Son las cartas que escribe el ingeniero Martinelli a su esposa desde el desierto y que le sirven a la autora para terminar de hilvanar la trama. Es de celebrar, entonces, el riesgo que asume Araujo. Como lectores, sólo nos queda asumir nuestra parte. Adentrarnos en la experiencia del desierto y aceptar que, tal vez, la consecuencia sea perdernos momentáneamente en ese laberinto de lenguaje y sentimiento trágico. 

martes, 1 de octubre de 2013

La educación musical


"El desierto será iempre esta casa donde nacieron
y aún crecen. La arena migra de una pieza a otra
y y los persigo, les presto un camello, les paso
mi kéfir para protegerlos del sol mientras pierdo
la cuenta de las noches y los días."

El poema es del último libro de Yaki Setton. Quienes crecen, claro, son los hijos. Los de la foto son los míos. Dos de los tres, los dos más grandes. Me gustó el contraste entre los chicos, su abrigo y el cielo detrás, esas nubes que parecen comérselo todo. La foto la sacó S. Yo me había quedado con el bebé en lo de mi querida amiga Vero. Bueno, aquí el link a la reseña  que escribí para Ñ en relación al libro de Yaki. Algo que me quedó afuera porque no sabía cómo escribirlo sin herir susceptibilidades: se suele decir que sólo los poetas leen poesía, bueno, este es un libro que perfectamente puede gustarle al lector de narrativa. Y no sólo porque los poemas tienen una cadencia que nos lleva a la prosa sino porque Setton aborda el tema desde lo más íntimo, lo más personal. En fin, se me ocurrió que el libro podría ser un buen regalo, por ejemplo. Un lindísimo libro para regalar. Y me dieron ganas de que se vendiera bien. Por eso la recomendación: regalen este libro sin importar que quien lo vaya a recibir sea o no amante de la poesía. Y viajen a las montañas. No hay nada como las montañas.