jueves, 22 de agosto de 2013

Por qué leer un clásico puede cambiarte la vida: la nota que nunca fue


Hace un tiempo ofrecí a alguna de las revistas en la que escribo una nota. No pegó. Pero a mí me sigue pareciendo buenísima. Buenísima en el tono de una revista de interés general, digo: no buenísima para el lector especializado en literatura. De verdad: se la ofrezco hasta a "Il paparazzi", ¿por qué no? Y, ahora que empiezo a leer una novela que ya me tiene bastante atrapada, vuelve a aparecer esa, la misma, idea: "Por qué leer un clásico este verano puede cambiarte la vida". ¿Se entiende que es para revista no para suplemento cultural? OK, sigo entonces. Hace un par de días empecé a leer The Marriage Plot, de Jeffrey Eugenides. No tiene un comienzo como los de Roth o Franzen. Pero, con el correr de las páginas ya estás metida en la historia. El personaje principal, Maddie, estudia literatura y, mientras todos leen a Derrida ella sigue fascinada con la literatura inglesa del siglo XIX. Es decir: Maddie atrasa. Entonces decide ponerse a tono con los tiempos que corren -los años 80- y se anota en un seminario de deconstrucción. Uno de sus compañeros dice como si hubiese descubierto un gran secreto: "para escribir hay que recurrir a otros libros, no hay que hablar del dolor real." Maddie -como yo- se retuerce en su silla: ¡No! quiere decir, la literatura habla del dolor real.Y esto me hizo pensar en esa nota, la que nunca nadie me compra. La de los clásicos y por qué pueden cambiar tu manera de ver el mundo. Aunque sólo hayas leído Sidney Sheldon toda tu vida. Aunque, ahora sólo leas ese de las Sombras de Grey. ¿Por qué no leer, este verano, La guerra y la paz, por ejemplo? O Los Buddenbruck. Aprovechar el tiempo detenido del verano para entrar en otro ritmo, el de la novela decimonónica. Dejarte llevar por el color de la ropa, el matiz del cuero de un zapato, el rayo de luz que cae oblicuo a través de la cúpula de una iglesia.  No leer a lo loco acciones, diálogos. Como le dijo alguna vez un amigo poeta a Tina Balser, la protagonista del libro que acabo de terminar, nada como Proust para la gripe. Si no la cura, te acompaña al menos en ese letargo de la cama. Tengo muchos más argumentos. Arrancar un diario de lectura, por ejemplo. Ir escribiendo lo que nos pasa a medida que avanzamos en la lectura. La idea es que, quienes no leen o leen poco se propongan leer, este verano, un clásico. En fin. Ya picará alguna editora o algún editor. Hasta los invito a que me roben la idea. Imagino la gráfica: seis, siete libros en fila india: me ofrezco para decir qué hay en cada uno de ellos para enriquecer nuestra vida. Estoy optimista. Adhiero a la idea de que no hay vida sin literatura. O de que, para los que tenemos en el fondo de la cabeza una vocecita que nos va "narrando" el mundo, lo real empieza a existir en la medida en que le ponemos -o algún otro le pone- palabras.

viernes, 16 de agosto de 2013

Siempre tarde

¿Cómo es? ¿Te salteas un casillero y suenan todas las alarmas, te persiguen, te van a buscar a tu casa como si estuvieras infringiendo la parte más fundamental del juego? Es la segunda vez que me pasa. La primera fue porque me había olvidado de darle las vacunas a mi hijo Manuel -me había atrasado un mes!- Cuando la enfermera del Rivadavia me atendió me hizo sentir la peor madre del mundo. Pero usted no le está dando las vacunas su hijo, dijo dispuesta a degollarme con su lapicera. Me había olvidado. OK. Un desastre. Me olvidé. ¿Se las puede dar por favor? ¿O tengo que ponerme a explicarle las mil razones que pudieron haberme llevado a pasar por alto el tema de las vacunas? ¿Le cuento, o lo dejamos así y usted se las aplica y yo sigo con mi desordenada vida de madre que trabaja y tiene no uno ni dos, sino tres, ¡tres!, hijos? ¿Le cuento que, además, hago otras cosas, quiero hacer otras cosas que no concreto y que eso me ocupa gran parte de la mente? ¿Le cuento que de noche no duermo, que apenas sé dónde estoy y que por momentos tengo la sensación de que la vida está a punto de tragarme entera como una ballena? ¿Qué además soy la delegada de primer grado? ¿Le cuento que a veces tengo miedo de estar cayendo en el pozo más profundo, pero que me armo de valor y salgo con mi cochecito a la calle? Gracias a Dios no di ninguna de estas explicaciones. Pero hoy, ¡otra vez! Y no fue, sólo el tema de la enfermera. Hoy se le sumó una sanción económica. Mi prepaga no le daba a Manuel las vacunas de los 6 meses porque yo se las estaba dando con retraso. A ver: si una le da una vez las vacunas con retraso se atrasa todo el calendario. Simple. Aplíqueselas y listo. Qué les importa. Cumplan con su parte. Sin embargo: no. La prepaga me cobraba –se las daban sin problemas, pero 200 pesos mediante- lo que el Estado me daba gratuitamente. Así que enfilé nuevamente hacia el Rivadavia, me arrojé en las fauces de la enfermera psicópata. Estas vacunas no las aplicamos acá, djio mirándome con desconfianza. Bueno, dije, dale la que tengas, yo al chico lo tengo que vacunar. Le damos la antigripal y las de los seis meses, dijo esta vez sin mirarme. Y ahí estaba mi pobre Manuel víctima de una madre desorganizada y de una monja que a la orden de Mami, agárrele las rodillas, las rodillas, no las piernas, las rodillas dije, le estampaba sin piedad la aguja. No sé. No sé si quería darle la antigripal. Pero no pude parar a estas dos mujeres. No pude preguntar siquiera. Pienso: el sistema privado de salud me aplastó como a una mosca –una cucaracha hubiese resistido más- pero el público me dejó paralizada. No se podía ni preguntar. No te daban el tiempo. No estaba esa posibilidad. Quedé paralizada. Y me fui con mi retoño. Una vez, hace como un año, en la sala de espera de obstetricia de este mismo hospital vi como una mujer intentaba llenar el formulario que se le pedía. No podía entender qué era lo que le preguntaban. Y miraba la hoja como si estuviera leyendo un idioma extranjero. Estuvo un rato largo ahí, hasta que la secretaria se acercó, le sacó de las manos el dni,  y le dictó las respuestas. Esa violencia es lo que sentí hoy. Un sistema -tanto el público como el privado- que te expulsa sin concesiones. Que te culpabliliza. Salvo que una haga todo "by the book". No será mi caso. 

jueves, 8 de agosto de 2013

El Sr. A y la página 160



“Vi buenos libros en tu casa”, le dije hace un par de días al Sr. A en un asado. Me refería a The pale king de David Foster Wallace. “Ah, sí”, dijo como al descuido y siguió tomando de su copa de Rutini. Me interesaba particularmente porque desde hace meses que ese libro está ahí, en mi biblioteca y yo sin poder abrirlo. El dueño de casa se unió a la charla –estábamos los tres en la cocina– y dijo que el Sr. A seguramente fuese un buen lector. “En realidad no leo”, dijo, “estoy en una fase muy creativa, escribo sin parar, si leo, leo hasta a página 160. Más o menos si llegaste hasta ahí ya tenés una idea del mundo del libro, ¿para qué vas a seguir?” Aclaro: se trata de una charla extraña dado el contexto: un barrio cerrado, una casa con vistas a un lago y mi grupo de amigas de la infancia. El nombre de David Foster Wallace no suele sonar en estos pagos. Por eso mi entusiasmo. Además, me había escapado de la charla en la mesa donde se empezaba a hablar de una cantidad de cuestiones vistas desde una ideología que no comparto. Que la inseguridad, Massa, Moreno. Me escapé. Y en la cocina estaba el Sr. A que suele ser bastante divertido. Pero no había leído a Foster Wallace. No sólo eso. Decía, aseguraba estar escribiendo a cuatro manos, sin parar como poseído. Iba todavía más allá. “Para qué aceptar un adelanto de Mondadori”, decía, “¿cuánto te pueden dar? ¿veinte mil pesos? Yo apunto a otra cosa.” ¿El exterior?, me preguntaba yo, ¿otro mundo donde hacer plata con la literatura fuese posible? ¿un universo en el que un primer libro –el Sr. A no tiene al momento nada publicado– podría negarse a la propuesta de alguna editorial? Nombré a Natalia Moret, por ejemplo, alguien que, pienso, podría estar haciendo plata con su literatura. El policial vende. El sexo vende. Y además escribe bien. Es linda. Y el Sr. A la conoce –el Sr A suele hacer esgrima de un montón de nombres-. Pero él quería ir, todavía más allá. “Sí, Natalia está bien”, dijo, “pero yo hablo de otra cosa.” Entonces me surgió la pregunta: “y, ¿qué estás escribiendo? ¿se puede ver?” le pregunté. “Es ilegible”, dijo. “Bueno”, insistí –no hay que insistir suele decirme S, no hay que insistir pero yo, parece, no aprendo– “¿podés más o menos mostrarlo? ¿son cuadernos? ¿es una novela?” El Sr. A reía, de vuelta de todo, con su copa de Rutini tambaleándose entre los dedos. Y dijo algo que no puedo reproducir del todo pero que fue tan humillante como más o menos esto: para qué le serviría a él –el Sr. A– conocer la opinión de “una amiga de mi señora”. Ah bueno. Me quedé pensando en esta frase. ¿No se le ocurrió pensar de qué quizás yo podía tener una opinión que podía llegar eventualmente a serle útil? ¿No pensó que podía ser un par? En fin. Eso no importa tanto. En lo que me quedé pensando fue en esa página 160. La página en la que el Sr. A cierra el libro. Y ayer, mientras la novela de Kaufman avanzaba –es decir yo avanzaba– y de pronto algo cambiaba en el personaje, justamente en la página 160, pensé: esto es lo que hace que algunos seamos lectores de novela y otros no. En la página 160 una está dentro de la novela, no puede ya salir. La página 160 está viva y una no puede abandonarla. Ojo, he dejado inconclusos infinidad de libros. Pero porque no me gustaron. No porque piense que después de una cantidad de páginas nada puede sorprenderme. La experiencia de lectura de una novela siempre es diferente a la del poema –y eso que soy lectora de poemas– y a la del cuento. Hace un tiempo, en otra reunión, un poeta me decía que él ya no leía novelas. “Yo ya no leo novelas”, me dijo cuando le pregunté –otra vez metiéndome en las bibliotecas ajenas– por un libro gordísimo de María Teresa Andruetto que descansaba en una pila en el living de su casa. Paradojas del oficio: ese mismo poeta hoy está traduciendo una obra maestra de la literatura francesa para una editorial local. ¿Cómo lo hará si no lee novelas? 

La foto es de la versión italiana del libro de Kaufman. Me pareció una portada genial. 

miércoles, 7 de agosto de 2013

Bajo el hechizo de Sue Kaufman

Tarde -hace rato que el blog ha caído en desuso- retomo estas entradas. Hoy, no tengo poemas nuevos para postear, tampoco pequeños ensayos, tal vez algunas anotaciones como esta escrita a las apuradas en el tiempo que le robo al trabajo -no al trabajo que más me gusta sino al trabajo/trabajo, ese en el que se cumple un horario, se está en un espacio preciso una cantidad determinada de horas, mi tiempo como "empleada"- , bajo el hechizo de Sue Kaufman, una norteamericana que en 1967 publicó Diary of a mad housewife libro que hoy reedita Libros del asteroide y que estoy reseñando para Ñ. E inspirada por Tina, la narrardora de la novela, de pronto, lo entendí todo. 
Tengo treintinueve años y tres hijos de seis, tres y siete meses. Mi pequeño -aunque hermoso- departamento de 70 metros cuadrados está plagado de juguetes, cajas, ropa, libros, CDs si cajas -escucho hace años la misma música simplemente porque no sé exactamente donde están todos los otros discos que quisiera escuchar- pañales, cremas, papeles del colegio de los chicos, recordatorios; ayer fue la primera noche en siete meses en la que dormí ocho horas seguidas -quizás ese sea el impulso que me ha llevado a escribir estas líneas- y yo queriendo terminar de escribir una novela. 
"La novela", así como dicen los norteamericanos, "she is writing a novel" se ha convertido en la sombra que persigo como una sonámbula desquiciada en mis pocas horas de lucidez. A diferencia de Tina, mi síntoma no pasa por el bourbon ni por las pastillas -¡ojalá tuviera el coraje de hacerlo!-, en mi caso es una somnolencia crónica que me impulsa a derrumbarme a cada paso en un sillón diferente y la novela. Ese sillón, claro,  siempre está plagado de juguetes, cajas, ropa, pañales, libros, o en el peor de los casos por personas que reclaman mi atención constante, por lo cual jamás me desplomo del todo. Y la novela es un cuaderno Gloria y un pen drive que llevo en la cartera. No quiero ser injusta conmigo,  también tengo un libro de poemas que está listo o casi listo. Y dos cuentos para niños que esperan todavía la respuesta de una editorial. Pero sobre todo esta la novela. Ese cuaderno Gloria escrito a mano porque sentarme en la computadora hace meses que es complicadísimo, y ese pen drive que -temo aceptar- no sé exactamente dónde está. Valga como catarsis esta entrada. Si Tina lo hizo en los sesenta; si Tina, la protagonista de la novela de Kaufman -¡sí! me identifico con los personajes de las novelas por eso amo el género!- pudo escribir lo que le pasaba, ¿por qué no yo? 
Hace tiempo que lo que pienso sobre la literatura y la vida trato de incluirlo en las pequeñas reseñas que escribo en la revista del diario. Y en relación a lo que me despertó el libro de Kaufman,  van estas preguntas en medio de la tormenta que se viene -aseguran en la radio que hoy llueve-: ¿qué leemos los que leemos a modo de trabajo? ¿qué se espera que leamos? Debe ser como las canciones: te llevan o no te llevan. Pero, cuándo te llevan, ¿pueden hacerlo a algún lugar que no sea siempre íntimo, personal?