viernes, 13 de julio de 2012





Nunca fui una chica ordenada. Jamás he sido obsesiva. Sin embargo, desde que tengo hijos ver desarmarse los brazos de algún muñeco, dar vueltas por la casa la pieza suelta de algún rompecabezas, o perderse sin remedio la rueda de algún auto me desespera. Entonces, como el lunes pasado, me pongo a ordenar. Organizo cajas donde guardo autos con autos, muñecos con muñecos, bloques con bloques. Quisiera que cada juguete estuviera en su respectiva caja, cada lápiz en su cartuchera. El trabajo aunque tedioso es reconfortante. Milagrosamente aparecen las partes sueltas; es raro que alguna pieza se pierda para siempre. Todo está. Pero mezclado. Entonces una va rearmando a Buzz Lightyear, por ejemplo. O recomponiendo la serie de animales de Pooh. O encontrando las piezas de madera del rompecabezas de animales. Como si hubiese un orden encargado de velar por los juguetes, como si este aparecer y desaparecer estuviese dentro de las reglas del juego. Todo lo contrario a lo que pasará después  cuando las cosas -las partes de las cosas- empiecen a desencajarse unas de otras, empiecen a desarmarse y a perderse de vista por más de que una se esfuerce tratando de entender cómo fue que quedó en medio de tantos hilos sueltos, tantos cabos sin atar, tantos planes terminados a medias. 

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