miércoles, 29 de febrero de 2012

Rusos II: Venecia por Brodsky



Hace millones de años, en otra vida -una vida antiquísima en la que yo veraneaba en Punta del Este con mi familia y cada vez que llegábamos lo primero que hacía era bajar a la playa con unos pasteles a dibujar cual niña del siglo pasado- mi abuela fue a la librería "La eslava" donde compraba todos los libros que me regalaba relogiosamente cada Navidad -formaban parte del pack bombachas y camisones-para comprar La hija del capitán, de Pushkin. No recuerdo absolutamente nada de esa lectura. Salvo la tapa del libro: blanca con un dibujo en tinta negra. Y un clima, una premonición: el libro tenía que ser maravilloso.
El año pasado S llevó un espectáculo al festival que organiza Barishnikov en Sarasota. ¡Estuvo con él! ¡Con Misha! Así que, quizás se pueda afirmar que los rusos se han estado abriendo paso en mi vida de una u otra manera. Antes de llegar con Marca de agua -Watermark, su título original- el libro sobre Venecia del genial Joseph Brodsky, S había comprado en una librería en Sarasota los Collected Poems. Supongo que debería dedicarle los próximos cinco años solamente a leer, entender y traducir cada uno de esos poemas.
Watermark es una rareza, una piedra preciosa. Basta este fragmento en el que Brodsky cuenta su encuentro con la mujer de Ezra Pound. Así comienza: "Bueno, para empezar, en mi trabajo Ezra Pound es muy importante, prácticamente una industria", dice Brodsky. Esta sola frase, a mí me arrastra a amar a Joseph Brodsky. No tanto por lo que dice de Pound -cuya industria llega a nuestras latitudes- sino por lo del "trabajo". Alguien que piensa su tarea de poeta como un trabajo merece todo mi respeto. Puedo imaginar a Bordsky arrastrando piedras a través de un campo nevado y esas piedras son palabras y el resultado es un poema. Brodsky -y esto lo va a hacer en todo el libro- le quita esa solemnidad que tantas veces se le adhiere a la poesía y dice: ¡"en mi trabajo..."! En el mismo tono, unas páginas antes describe las casa de los eruditos locales -venecianos- con los que no desea por nada del mundo encontrarse. "...demasiadas litografías abstractas en las paredes. demasiados estantes de libros bien arreglados, esposas silenciosas, hijas vacuas, conversaciones que seguían su curso moribundo a través de los sucesos de actualiodad, la fama de fulano, psicoterapia, surrealismo... Yo aspiraba a dilapidar mis tardes en la oficina vacía de algún abogado o farmaceuta local, mirando a su secretaria mientras traía café de algún bar cercano, conversando ociosamente sobre los precios de las lanchas a motor..." Hay algo del hacer como contrapuesto a la literatura que me fascina en esta afirmación. Algo que literalmente me enamora del personaje Brodsky. Sigamos: Brodsky llega a la casa de la vuida de Pound con Susan Sontag. Dice: "Se sirvió el té, pero no habíamos tomado el primer sorbo, cuando la anfitriona -una dama de pelo gris, diminuta, impecable, con muchos años por delante- levantó su inhiesto dedo, el que se deslizó a un surco mental invisible y de sus labios fruncidos brotó un aria cuya partitura había entrado a dominio público por lo menos desde 1945: Que Ezra no era fascista; que temían que los americanos (lo que sonaba muy raro en boca de una americana), lo sentaran en la silla eléctrica... (..:) En cierto momento dejé de registrar lo que estaba diciendo -lo que para mí es fácil, pues el inglés no es mi lengua materna- y sólo asentía durante las pausaso, siempre que marcaba su monólogo con un "¿Capito?" que era como un tic."
Se ve que son días de apoyarme en mi ignorancia: no he leído a Pound. Supongo que me pierdo algo grande, pero de verdad, no sé por qué, Pound me cae tremendamente antipático. Es como una intuición. Como cuando pienso: "Quiero leer La hija del capitán" y abro el libro y la intuición se confirma casi inmediatamente: el libro es maravilloso. Venecia que ya por sí misma es deslumbrante -¿quién acaso no lo sabe?- es doblemente poética narrada por Brodsky.

jueves, 16 de febrero de 2012

En tierra extranjera

Hoy, mientras viajaba en el 92 o transpiraba por Avenida Pueyrredón de vuelta del trabajo pensaba: soy completamente extranjera frente a los rusos. Esa extranjería rotunda y sin remedio -nada indica que a esta altura vaya a convertirme en una experta en literatura rusa- me otogra frente a mí misma cierta libertad de acción y de pensamiento, cierta posibilidad de viaje en clase turista, cierta ininputabilidad -¡quién va a venir a buscarme para preguntarme por qué escribí esto o aquello! Si alguien lo hiciera simplemente diría: no lo sé, qué importa, es la nieve, el cristianismo, o simplemente recitaría el comienzo de El Doctor Zhivago: "Iban, y mientras iban cantaban..." Cualquier narración que comience así, en mi escala de valores, no puede tener otro destino que el grabarse en mi memoria para siempre. La foto que ilustra esta entrada representa el mejor momento de mis vacaciones. Mis dos hijos corriendo por el camino de piedras y pasto.

La acción de la novela se demora constantemente en fragmentos como estos:

"En el bosque era todo fresco y verde. El sol de la tarde, cayendo, penetraba de abajo y las hojas dejaban filtrar la luz y resplnadecían en la transparencia como un vidrio de botella"

"Aquí y allá el bosque estaba salpicado de toda clase de ramas secas, de los elegantes racimos de crucíferas, de los marchitos sauces color marrón oscuro y del blanco acremado del viburno. Haciendo vibrar sus alas vidriosas navegaban lentamente en el aire las libélulas tenues, transparentes como el fuego del bosque."

El Doctor Zhivago, de Boris Pasternak, Editorial Minerva, Montevideo, 1956.Traducido por Vicente Oliva.

martes, 14 de febrero de 2012

Los rusos

Los rusos

Siempre leí la novela inglesa. La leí con convicción y placer. Jane Austen, las Brönte, Thomas Hardy, Henry James, Joseph Conrad. Supongo que es una cuestión de carácter: me gustan las formas, qué le voy a hacer. Sin embargo se vienen tiempos difíciles para los amantes de la forma. Basta con leer cualquier mail, ver la felicidad que provoca recibir alguno que comience con un educadísimo o amoroso, “Querida Carolina”. Ya lo sé: debería haber nacido hace un siglo o dos, hasta mi analista llegó a esa fatídica conclusión. Sin embargo creo haber encontrado mi tabla de salvación: la novela rusa. Muchos suelen sumergirse en Dostoievsky en la adolescencia, yo a esa edad leí hasta el cansancio novelas de amor y aventura, a medio camino entre la novela rosa y el erotismo soft. Después un día, en el colegio leímos Emma de Jane Austen y mientras mis compañeras se aburrían olímpicamente yo me encontré amando aquellos fragmentos llenos de palabras cuyo significado desconocía. Tenía que correr al diccionario, anotar definiciones en lápiz, armar un sentido. Después de Emma leí todo lo demás. Lo que pude. Se entiende, no leí a los rusos: estaba demasiado ensimismada en las palabras.

Luego, con mi primer embarazo devoré Crimen y castigo. S de viaje y yo en reposo, leí sin parar durante cuatro días, hipnotizada. Pasaron un verano o dos. Leí Las alas de la paloma, es decir: volví a lo que conocía, a los ingleses. Pero el año pasado leí Anna Karenina, la correspondencia de Tolstoi y me pareció apabullante, pero de una manera desconocida. Una sombra distinta recorría esas páginas. Distinta y a la vez familiar -¿tendré un alma rusa? A partir una nota para Ñ me metí en la vida de Marina Tsvietaieva. Me impresionó muchísimo. Ya conocía algo de su poesía pero su vida, dios mío. Y a partir de la correspondencia entre Marina y Pasternak decidí este verano leer El Doctor Zhivago.
Me desalentó bastante enterarme del uso norteamericano de la novela. Pero a la vez pensaba, si Marina Tsvietaieva lo admiró tanto, la novela no puede ser simplemente un pasquín antisoviético. Así que empecé a leer. Aunque la traducción –una primera edición que encontró mi querido tío en una librería de usados- abriera pero no cerrara comillas, mezclara tiempos verbales o aunque mi mente occidental y obtusa mezclara nombres al punto de no saber quién decía qué. Y sin embargo, la novela resiste todos estos embates. Basta con leer cualquier párrafo en el que Pasternak se detiene sobre el bosque, sobre el invierno, sobre los copos cayendo como flecos, las vicisitudes en torno a cómo encender la estufa, los lobos merodeando la casa, la manera en la que Zhivago va desaprendiendo su oficio de médico e incluso su oficio de poeta hasta devenir casi en un hombre harapiento y solitario -¿Tolstoi? Es un viaje interior como no existe en la novela inglesa. Aunque ambas dilaten la acción y se pongan en marcha, digamos, en la página 300….Los rusos crean clima, un clima que va más allá de las palabras, una densidad que hace de la lectura una experiencia -como decía Alberto Girri y eso que él traducía poesía inglesa y norteamericana- moral. Supongo que es el frío, el encierro, la nieve. Y estoy segura de que repito lo que muchos antes dijeron, pero no me importa en lo más mínimo. Es mi descubrimiento más reciente. Los rusos me conectan con mi propia resistencia. Voraz y carnívora como el aullido de los lobos.