domingo, 14 de noviembre de 2010

El escritor (Fabio Morábito) y la novela rara



Llegamos tarde. Habíamos citado a la baby sitter a las siete pero, ya sabíamos, teníamos que darle de comer a las criaturas, o al menos a la más pequeña, y asegurarnos de que todo quedara en orden. En un orden relativo y posible de manejar para la babysitter de veintidós años. Así que fue casi a las siete y media que salimos y a las ocho que llegamos. Cada vez que nos vamos, así, de casa, tenemos una sensación adolescente como de estar escapándonos de algo. Huimos -¡por suerte!- de nuestros hijos. Y en la oscuridad del taxi, alumbrados por los pestañeos rojos y verdes de las luces de los autos, nos sentimos bien.
Cuando llegamos, el escritor –era nuestro querido Fabio Morábito pero podría haber sido otro a los fines de esta crónica- respondía con mucha soltura las preguntas de Jorge Fondebrider sobre sus cuentos, Buenos Aires, México, etc. El encuentro era en Eterna Cadencia, pero no importa, también podría haber sido en cualquier otro lugar. Luego llegó el tiempo de las preguntas del público. Momento incómodo si los hay: nadie pregunta nada, o por supuesto, el que comienza a preguntar es alguien que nunca leyó al autor y que simplemente pasaba por ahí y tenía ganas –como en este caso- de decir que había leído a Pavese. Morábito sorteó la inentendible pregunta con soltura y glamour. Luego llegó el turno de una correctora: todo bien por ese lado también. Morábito nadaba como pez en el agua -amo esa expresión, déjenme usarla- y hablaba de sus cuentos, de su poesía. Lo codeé a S: “deberías preguntar algo vos, seguramente de toda la gente que está acá, sos el que más leyó”, le dije. Y, para mi sorpresa S, preguntó. Y la pregunta fue muy concreta: apuntaba a la novela de Morábito, Emilio y los chistes. Era una pregunta elogiosa –a S le encantó la novela- pero de alguna extraña manera tocó una fibra particular de Morábito que hizo que su mirada se ensombreciera apenas un poco y no encontrara tan fácilmente como antes la respuesta o el comentario apropiado.

“Tardé quince años en escribirla”, dijo. Y siguió contando cómo la idea de la novela en cuestión lo había perseguido durante todo ese tiempo y él, sin encontrar la manera de escribirla o desarrollarla, hasta que hace unos años en Buenos Aires, le encontró la vuelta, que le dicen. Morábito parecía recordar algo oscuro y lejano, difícil de asir, problemático incluso en su resultado del que no parecía del todo satisfecho. Respondió haciendo largas pausas, mirando para adelante como si en lugar del terreno sólido de sus cuentos –por más raros o diferentes que estos sean- se estuviera adentrando en un espacio mucho más denso y fangoso. Lo interesante de este cambio de clima en la reunión era que conectaba al escritor con su parte más oscura pero a la vez más vital; ni siquiera digamos parte más oscura que es demasiado dramático sino duda, pregunta, la piedra en el zapato. Ese sótano en el que de pronto se convirtió la librería hip del momento, era a mí entender mucho más interesante que lo otro: la charla en relación a lo que estaba logrado, es decir los cuentos, el poema. Morábito es encantador, sabe hacer chistes, abunda en analogías –el cuento es como un amante, la novela un matrimonio, decía- tiene ese acento mitad italiano y mitad mexicano que seduce pero, de verdad que lo interesante era el otro Morábito, el que tenía las cosas mucho menos claras, el que podía descolocarse un poco. Que esta sensación de incomodidad sea trasladable a una novela me parece interesantísimo. Pienso en las novelas que me gustan y son de este estilo. Pienso en Los incompletos, de Chejfec, o en El trabajo de Jarcowsky, o en un clásico La muerte de Iván Ilich de Tolstói. A diferencia de muchas otras donde todo está diseñado, calculado. No sé, de verdad no sé no sé cómo se escribe una novela. Ni siquiera sé muy bien qué es, hoy por hoy, una novela. Morábito, por lo que dijo la otra noche, también se hace esta misma pregunta, solo que a diferencia de mí, va y escribe Emilio y los chistes.
Nos hubiésemos quedado, con S, a comer. Quizás teníamos suerte y nos invitaban a la misma mesa que Morábito. Todo hubiese sido muy cordial. Pero la babysitter no podía quedarse hasta las once. Así que salimos disparados en un taxi, y una vez en casa disfrutamos que los chicos ya estaban dormidos. Algunas veces un matrimonio –una novela- también es como la relación de los amantes, poco clara, ambigua, emocionante. Al menos para la mente propensa al drama de esta novelista en potencia.

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