miércoles, 24 de noviembre de 2010

Un día de suerte


Fui y vine dos veces. Primero solo con Mateo que se portó como un duque. Lucio ensayaba el acto de fin de año en el teatro -sí, nuevamente; pero este año está muy entusiasmado. Habíamos quedado con Selma Ancira -la traductora de los diarios y la correspondencia de Tolstói, invitada al homenaje en la BN - en encontrarnos a las 4 y cuarto, pero se le hizo tarde, así que fui volando a buscar a Lucio y después volví a la BN y ahí estaba Selma con todos estos regalos para mí. Hay regalos y regalos. Yo ya, por el título sabía que este relato de Tolstói, La tormenta de nieve, me iba a encantar. Esta es la versión de Selma, así que debe ser un lujo. Y la tapa. Esos copos de nieve que flotan cual planetas (qué lindos son los libros de Acantilado!). Selma me había traído también una novela que tradujo del griego y lo más lindo de lo lindo: algunos poemas de Tsvietaieva traducidos por ella -ella es su gran traductora y como me dijo por teléfono: "Marina T. forma parte de mi vida"- y musicalizados por Elena Frolova. Es una delicia, algo precioso.
Para la foto -ahora que los niños duermen, S salió y yo hago cosas de niños como sacarle fotos a mis objetos favoritos- los puse arriba del almohadón que compré hace un par de días. Como los gatos: mi almohadón.
Gracias Selma! Toda una eminencia en traducción y una mujer dulcísima y generosa.
Qué buen día.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Yo viví una novelita de Aira

Luego de diez años de demorar un trámite, ayer, en lo que promete ser una seguidilla de acciones tendientes a completar eternos temas demorados, me dirigí, con el rumor de la clase de “ritmos latinos” todavía en el cuerpo, a la sucursal 013 del Citibank. Mi objetivo era simple: dar de baja una caja de ahorro, una cuenta corriente y una tarjeta Máster, resabios de la época en la que trabajaba en aquella empresa multinacional y estudiaba Letras.
Todo lo relacionado con esas cuentas me estresaba: la idea de cerrarlas, de ir a microcentro, de esperar eternamente a que me atendiera un ser humano en el teléfono, en fin, durante por lo menos cinco años me resultó más simple seguir pagando el gasto fijo que me generaban por mes, que someterme a la experiencia Citi. Sin embargo, como dicen en la tele “la realidad suele superar a la ficción” y aquí estaba yo dispuesta a comprobarlo.
Para empezar, en la calle Florida un hombre vendía un precioso burbujero a pilas –casi igual a uno de los Power Rangers que teníamos en casa y que Mateucho estrelló contra el piso- e inundaba el aire de pelotitas translúcidas, flotantes, perfectas. No lo compré, pero atravesé la calle Florida sorteano burbujas de colores, maravillada -¡¿cómo sabía el vendedor ambulante que en casa amábamos las burbujas?! Así, embobada, entré al banco, subí al entrepiso. Lo hice a través de una escalera ancha, palaciega en el sentido USA, y yo sola subiéndola. Me recibió detrás del mostrador un chico bellísimo. Porque esa es la palabra: era como un Adonis, de esos que contratan en los bares de strippers, con una camisa blanca al cuerpo, el pelo mojado con gel, bronceado. Son palabras que lo describen a la perfección: bronceado, gel, al cuerpo. Se lo veía nervioso: había mucha gente esperando ser atendida por un oficial de cuentas. Otro empleado se le acercó, también con el objetivo de hacerle una pregunta. Era perfecto. Con esa perfección ambigua de los gimnasios. Se hablaron con cierta aspereza, el segundo empleado, incluso, hizo un gesto desagradable al retirarse. Todos se movían con gracia, iban, venían. Lo cual no contradice mi oración anterior. Se movían con gracia, con premura, siempre con el nerviosismo propio de la eficiencia. Le comuniqué mi objetivo; dar de baja las cuentas. “Deberán estar en cero” me dijo. A lo que respondí que sí, ya lo sabía –cuántas veces había ensayado esta conversación en casa, había previsto los posibles “peros”, los obstáculos para concretar el cierre. Le pregunté si era necesario hacer el depósito por las máquinas o se podía hacer a través de un cajero. “Un cajero”, respondió apurado, como concentrado en otra cosa. “Un cajero, ¿humano?”, insistí, quería tener las premisas claras, ya se sabe que en los bancos siempre prefieren las máquinas para los depósitos chicos. “Sí, sí, claro”, respondió. En eso una mujer bellísima, con dos perfectas siliconas y una musculosa ceñida se acercó y tomó asiento al lado de él: se ve que venía a sacarlo de algún apuro, algo que lo tenía molesto. Sin embargo, apens se miraron, lo que acentuaba el misterio de toda la escena. Bajé a hacer el depósito. Para mi sorpresa casi no había gente en la fila para las cajas. Supuse que me reclamarían la Citicard –la tarjeta Banelco del Citi-, que me dirían que el depósito por cajeros humanos tenía un costo extra. Pero no, regresé con un talón firmado. Todo estaba en cero. Eludí la fila de gente que se había amontonado frente al Adonis. “Ya volví”, le dije. A lo que contestó, luego de ingresar mi dni en una computadora: “Te va a atender Yamila”.
Yamila. Yamila era también perfecta. Con esa perfección trabajada a fuerza de rutinas de gimnasio, tratamientos, cremas. Su escritorio estaba pegado al de otros trabajadores iguales a ella. Lindos, feos, no importa: sus cuerpos emanaban brillo, esplendor. Con una eficiencia descomunal, Yamila, ingresó varios datos en el sistema –mientras yo leía las palabras dibujadas en la pared: sueños/ realidades decía, y ambas palabras estaban unidas por un arco, un puente, la posibilidad que brindaba el banco- estuvo largos minutos tipeando números y letras hasta decirme: “la caja de ahorro no se puede dar de baja, tiene títulos.” ¿Títulos?, pregunté. ¿Acaso eso significaba que el trámite no se iba a poder completar, o, quizás sólo quizás, significaba que me había quedado plata por cobrar del corralito? Lo primero era desmoralizador, lo segundo me llenaba de alegría. Yamila supo manejar al situación. Se puso de pie y anunció a una compañera de ella que, cuando se desocupara vendría a explicarme la situación. Visualicé una espera larga, un desgaste que me llenaría de impaciencia y me obligaría a posponer una vez más el trámite. Nuevamente, no fue así. La compañera de Yamila, una chica de belleza quizás más estándar pero de medidas perfectas, me dijo con una sonrisa: “la cuenta tiene títulos adheridos, así que no se puede dar de baja”. ¿Eso significa que tengo plata para cobrar?, quise saber. “No necesariamente,” respondió con una sonrisa luminosa, “puede que sean ficticios.” Ficción o realidad, no me importó. Al contrario, me pareció una respuesta poética, tan embriagada estaba en el aura de estos seres dorados y hermosos. Tampoco me importó irme sin saber cuándo se dilucidaría el misterio: “La fecha de liberación de los títulos es incierta”, me decía la chica como a través de un sueño. Y así me fui. Con el 70% del objetivo cumplido: cerradas la cuenta corriente y anulada la tarjeta. La caja de ahorra, “que no te genera ningún gasto”, quedó con sus títulos adheridos cual gatos de uñas afiladas.
Salí, convencida de que después de las 15, solos, los empleados del banco se reunirían posiblemente a celebrar algún ritual new age; a respirar quizás, que se usa tanto, y después probablemente participaran, a puertas cerradas, de alguna rutina de ejercicios con un claro matiz sexual.
Ya afuera –“para salir mantenga el botón rojo apretado”, rezaba un cartel en la puerta- llamé a mi hermano para tomar un café. Trabaja cerca; es abogado. Nos sentamos en la mesa del bar y, después del relato, me pidió que le mostrara el comprobante de cierre de las cuentas. Le extendí una fotocopia un poco borrosa, como esos faxes que con el correr del tiempo van perdiendo su tinta. “Pero esto es copia, ¿y el original?”, me preguntó con impaciencia. De nada sirvió que le explicara que se trataba de gente maravillosa, delgada, con el cuerpo perfeccionado por los implantes, de piel dorada y brillante.

domingo, 14 de noviembre de 2010

El escritor (Fabio Morábito) y la novela rara



Llegamos tarde. Habíamos citado a la baby sitter a las siete pero, ya sabíamos, teníamos que darle de comer a las criaturas, o al menos a la más pequeña, y asegurarnos de que todo quedara en orden. En un orden relativo y posible de manejar para la babysitter de veintidós años. Así que fue casi a las siete y media que salimos y a las ocho que llegamos. Cada vez que nos vamos, así, de casa, tenemos una sensación adolescente como de estar escapándonos de algo. Huimos -¡por suerte!- de nuestros hijos. Y en la oscuridad del taxi, alumbrados por los pestañeos rojos y verdes de las luces de los autos, nos sentimos bien.
Cuando llegamos, el escritor –era nuestro querido Fabio Morábito pero podría haber sido otro a los fines de esta crónica- respondía con mucha soltura las preguntas de Jorge Fondebrider sobre sus cuentos, Buenos Aires, México, etc. El encuentro era en Eterna Cadencia, pero no importa, también podría haber sido en cualquier otro lugar. Luego llegó el tiempo de las preguntas del público. Momento incómodo si los hay: nadie pregunta nada, o por supuesto, el que comienza a preguntar es alguien que nunca leyó al autor y que simplemente pasaba por ahí y tenía ganas –como en este caso- de decir que había leído a Pavese. Morábito sorteó la inentendible pregunta con soltura y glamour. Luego llegó el turno de una correctora: todo bien por ese lado también. Morábito nadaba como pez en el agua -amo esa expresión, déjenme usarla- y hablaba de sus cuentos, de su poesía. Lo codeé a S: “deberías preguntar algo vos, seguramente de toda la gente que está acá, sos el que más leyó”, le dije. Y, para mi sorpresa S, preguntó. Y la pregunta fue muy concreta: apuntaba a la novela de Morábito, Emilio y los chistes. Era una pregunta elogiosa –a S le encantó la novela- pero de alguna extraña manera tocó una fibra particular de Morábito que hizo que su mirada se ensombreciera apenas un poco y no encontrara tan fácilmente como antes la respuesta o el comentario apropiado.

“Tardé quince años en escribirla”, dijo. Y siguió contando cómo la idea de la novela en cuestión lo había perseguido durante todo ese tiempo y él, sin encontrar la manera de escribirla o desarrollarla, hasta que hace unos años en Buenos Aires, le encontró la vuelta, que le dicen. Morábito parecía recordar algo oscuro y lejano, difícil de asir, problemático incluso en su resultado del que no parecía del todo satisfecho. Respondió haciendo largas pausas, mirando para adelante como si en lugar del terreno sólido de sus cuentos –por más raros o diferentes que estos sean- se estuviera adentrando en un espacio mucho más denso y fangoso. Lo interesante de este cambio de clima en la reunión era que conectaba al escritor con su parte más oscura pero a la vez más vital; ni siquiera digamos parte más oscura que es demasiado dramático sino duda, pregunta, la piedra en el zapato. Ese sótano en el que de pronto se convirtió la librería hip del momento, era a mí entender mucho más interesante que lo otro: la charla en relación a lo que estaba logrado, es decir los cuentos, el poema. Morábito es encantador, sabe hacer chistes, abunda en analogías –el cuento es como un amante, la novela un matrimonio, decía- tiene ese acento mitad italiano y mitad mexicano que seduce pero, de verdad que lo interesante era el otro Morábito, el que tenía las cosas mucho menos claras, el que podía descolocarse un poco. Que esta sensación de incomodidad sea trasladable a una novela me parece interesantísimo. Pienso en las novelas que me gustan y son de este estilo. Pienso en Los incompletos, de Chejfec, o en El trabajo de Jarcowsky, o en un clásico La muerte de Iván Ilich de Tolstói. A diferencia de muchas otras donde todo está diseñado, calculado. No sé, de verdad no sé no sé cómo se escribe una novela. Ni siquiera sé muy bien qué es, hoy por hoy, una novela. Morábito, por lo que dijo la otra noche, también se hace esta misma pregunta, solo que a diferencia de mí, va y escribe Emilio y los chistes.
Nos hubiésemos quedado, con S, a comer. Quizás teníamos suerte y nos invitaban a la misma mesa que Morábito. Todo hubiese sido muy cordial. Pero la babysitter no podía quedarse hasta las once. Así que salimos disparados en un taxi, y una vez en casa disfrutamos que los chicos ya estaban dormidos. Algunas veces un matrimonio –una novela- también es como la relación de los amantes, poco clara, ambigua, emocionante. Al menos para la mente propensa al drama de esta novelista en potencia.