domingo, 30 de mayo de 2010

Tarde de domingo en casa



























Mamá siempre ordenaba la casa los domingos, sobre todo a eso de las 6 de la tarde, y más que nada en invierno cuando a esa hora ya es casi de noche. Limpiaba, pasaba un trapo por los estantes... cuando crecí comenzó a parecerme incomprensible que alguien utilizara las últimas horas del domingo - su último día libre del fin de semana- para eso. Con el tiempo me di cuenta de lo que pasaba . Pienso que mamá lo hacía para prolongar nuestra niñez. Dejar la ropa del día siguiente sobre la mesa del comedor, la bandeja con todo listo para el desayuno, las mochilas armadas. Ahora que lo estoy viviendo, entiendo que es ahora, con los chicos pequeños, cuando la idea de empezar la semana con la casa organizada puede ser fundamental. No sólo a fines prácticos sino mentales -esa utopía de que al ordenar la casa se ordenan los pensamientos. La casa: la ropa limpia, planchada, el menú planeado -y en el mejor de los mundos, algo ya cocinado. Mi madre lo siguió haciendo aun cuando éramos adoelescentes y jóvenes que todavía no abandonaban la casa. Probablemente lo siga haciendo hoy.
La casa es una categoría ancestral. Mujer y casa son dos sustantivos, que, unidos, muchas veces parecen pobres. Sin embargo aquí estamos, las que nos gusta nuestra casa, estar en casa, ocuparnos de la casa. Por eso me sentí acompañada con una frase, (sólo que ahora no recuerdo exactamente de qué escritora era, me sale Angélica Gorodischer, pero no estoy segura): yo quería aprender a cocinar, pero también quería escribir novelas. Es la convivencia de las dos cosas lo que parece difícil. Que en casa haya una torta casera para los chicos y que, también, se esté cocinando en la compu, o en la cabeza, o en algún papelito, un poema. Y que no sea solo sobre la casa. Ahí, el otro tema. Que se dispare. O que sea sobre la casa y que por eso, dispare.
Supongo que no soy lo suficientemente torturada como para ser una Anne Sexton o S. Plath. No es sólo el talento lo que me falta sino también cierta dosis importante de oscuridad. Algo oscuro tengo, sí. Giro alrededor de las mismas obsesiones, tengo un par de textos inconclusos desde hace años y me siguen interpelando. Pero también esta la casa. Amo ésta y cada una de las casas en las que viví. Mi casita en Bariloche, en el km 5 frente al lago -aunque haber estado ahí ahora parezca algo improbable, un invento, una ficción necesaria para escribir o paa sobrevivir. Adoraba mi casa de Juncal, la que alquilé apenas regresé del sur. Y, cómo no, la de Seguí donde vivimos con S, donde nació L.
Y ahora ésta, la propia. Apenas uno entra ve detrás de la ventana que da al pulmón de manzana un enorme palo borracho florecido. Y amo su interior: lo mejor y lo peor de nosotros mismos. L pinta con temperas, S salió con el bebé. Yo escribo mientras ordeno la casa. Escuchamos -L y yo- a Ben Harper. Y es domingo.

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1 comentario:

Paula Aramburu dijo...

bellísimo, caro, lo que decís, y cómo lo decís. se respira ternura.