miércoles, 31 de marzo de 2010

Bliss

La foto o el fotomontaje se llama "Aproximación a los sueños" y es de Jacques Bedel. Lo descubrí hace unos días a Bedel gracias a una nota que estoy escribiendo. Viene a cuento de lo que sigue. Antes de estudiar Letras,yo, pintaba. Iba con mi valijita al segundo piso del estudio de Cristina Santander, y pintaba. Después entré a Bellas Artes y es algo en lo que siempre hago hincapié cuando me piden una biografía: estudió Bellas Artes en la Escuela Prilidiano Pueyrredón. Guardo de esos dos años los mejores recuerdos. Quizás porque fue el único tiempo de mi vida post secundaria en el que no trabajé. Y, si bien mi vida no fue sacrificada sí sufrí la debacle del comercio de papá, un comerciante judío con negocios en una galería en el Once hasta el menemismo. Demasiada confesión para un miércoles de ceniza a las 10 de la noche, pero los chicos duermen, el día ha sido por demás largo y me dieron ganas.

Lo que iba a contar era lo siguiente. Salgo del trabajo 5 en punto porque tengo que estar a las 5 y media en el Museo Nacional de Bellas Artes. Entro con mi miopía a cuestas y sin anteojos. Y lo recuerdo justo en ese momento: cuando veo la gente salpicada aquí y allá entre los cuadros, cuando me doy cuenta de que se me dificulta encontrar las flechas que indican para qué lado debo ir y después, cuando estoy dentro de la tienda del museo (negocio, negocio propiamente dicho era lo que tenía mi papá) y me cuesta encontrar la caja, en parte por la extraña arquitectura de la tienda y en parte por cierto mareo fruto, no sólo de la miopía en cuestión, sino de otra cosa. Es que apenas entro al Museo se me viene encima toda esa felicidad que sentía cuando estudiaba Bellas Artes. Cuando visitaba los museos. Cuando me detenía frente a algo tan material como una pintura -la literatura nunca será tan material ni tendrá tan fuerte la huella del tabajo manual. ¿Cuál es el original en literatura? Nosotros no tenemos esa categoría. La pintura sí la tiene. Entonces me detengo frente a un cuadro, quiero ver la pincelada -es que estoy frente a un original- y me acerco como lo hacía a los 18 años, cuando no trabajaba, me acerco porque no veo bien y me doy cuenta de que hay gente por todos lados, guardias incluso, pero no puedo evitarlo. Sé que sueña cursi. Que el conocimiento es fruto del esfuerzo y no de momentos como este. Pero no puedo evitarlo. Presiento que me observan. Sé que parezco un poco perdida o atolondrada y entonces, cuando hago ese gesto simple de mirar de cerca la pincelada, escucho una voz desde los parlantes de algún oscuro rincón del Museo: "no se acerque a la obra, no se acerque a la obra" y luego la versión de la frase en inglés.
Nada está tan cerca como parece, parecía decir Katherine Mansfield en su cuento "Bliss". Ni siquiera, podríamos agregar sin dramatismos, el propio pasado.

lunes, 29 de marzo de 2010

Crítica a Temporada de invierno

En ADN (Suplemento de cultura de La Nación).
Una alegría, al hojear el diario el sábado.

lunes, 22 de marzo de 2010

Vayan agendando

Para festejar la llegada del otoño, lo cual no es un motivo menor.
Agenden:

20 de abril, 20h.
Librería Fedro. Carlos Calvo 578
Presentación de Temporada de invierno.


Al fin!!!!!!!!!!!!!!

martes, 2 de marzo de 2010

Silvio Mattoni

Ayer, en la Casa de la Lectura, Irene Gruss nos preguntaba: ¿qué lecturas te conmueven, a cuáles volvés? E insistía: ¿pero qué poema de Pavese? ¿qué autor del siglo de oro? La pregunta es tan puntual como la fibra que ese poema, esa palabra debería mover. Yo dije Pavese y Anne Sexton. Debería haber dicho: Lavorare Stanca, de Pavese, "The Fortress", de Anne Sexton. Por ahí da miedo que a lo largo de años, uno tenga en la cabeza sólo un par de palabras, el eco de algunos versos, no más.
Le sumo otro libro: Poemas sentimentales de Silvio Mattoni. Y aquí va un poema, no de ese libro, pero de otro de Mattoni, que continúa en la línea de los sentimentales. Ahora que lo pienso, y que lo transcribo, me saco el sombrero, porque no cualquiera escribe algo tan bello sobre lo terrible de la enfermedad de un hijo.


Heroísmo


Leí que el heroísmo es una opción
sólo para quien lucha en desventaja.
¿Será por eso que en algún momento
decisivo, quisiéramos mirar
hacia atrás, hacía la altura de una muralla
de donde nos rogaron no salir?
Sabemos que no hay nadie, y además
¿como ver el peligro que se arroja
enfrente de nosotros? Aquel día,
con pocas horas de sueño en la mañana infame
de la clínica pulcra, había pasado
una semana de crueldades infundadas
sobre tu cuerpo de dos meses, iban
a hacerte una pequeña operación
con anestesia e impunemente usaban
la lengua griega; una biopsia hepática.
Aterrado, impertérrito, yo había
mantenido mi apático optimismo:
las desgracias son raras y a mí
no me hacen falta. Bastantes temas
hay ya en haber nacido, en los niños,
la vejez y la muerte. Pero caminé
repitiendo canciones que el azar
ponía en mi cabeza, y en la barra
del café hospitalario, justo antes
de que entraras, Galileo, dormido
al quirófano, sentí que me llegaba
el llanto. "¡Andrómaca! -me dije-
no me dejés salir a la llanura."
Y pensé en Baudelaire, el pusilánime,
que nunca tuvo hijos. Aunque enseguida
corrí a esperarte y enfrenté la tortura
porque si había un héroe en este mundo
ése eras vos, en plena desventaja,
sin palabras, luchando con bracitos
minúsculos contra la invasión médica.
Ahora creciste, ganaste peso, sonreís
a cada rato. Cada mañana pido a
al vacío que combina esto que haya
una pequeña Troya de cien años
para que vivas hasta ser un viejito
sabio y desmemoriado. No escuchemos
el murmullo lejano de los griegos.
No existen, y sí, nosotros nos movemos.

Silvio Mattoni. de Héroes, colección GAMA, Ediciones CILC
para darle fuerza a Joaquín.

lunes, 1 de marzo de 2010

Otra forma del realismo



Como muchos, recuerdo un tiempo, mítico –la infancia, siempre- en el que veía perfectamente bien. Luego, en séptimo grado, en lugar de copiar del pizarrón lo hacía de la carpeta de mi compañera de banco y después, más adelante usé lentes de contacto. No importa. Porque hubo otro renacer, hace ya más de once años en el que me operé de la vista y, como por arte de magia un mundo de límites difusos se transformó en uno nítidamente definido. Por supuesto, la miopía tenía que volver. Y en ese estado medio sonámbulo –me niego a usar todo el tiempo lo anteojos, quizás demasiado raros/modernos que me compré- voy y vengo, me subo a colectivos, intento leer el nombre de las calles, llevo a L al jardín, cocino, etc., etc.; es decir: estoy en el mundo, sí. Pero a medias.
Así, en este estado, pasé hoy por la vidriera de la cadena de cafés “Aroma” seducida por la imagen de un “frozen” de frutillas y arándanos. Claro que el frozen –lo que yo creí un batido fresco- se convirtió en una aventura que implicaba adentrarse en las entrañas mismas del lugar. Paso a detallar: 1. Las frutas frescas eran el misterioso contenido de uno sobres plásticos, congelados, de color bordó. 2. Para buscar dichos sobres, la cajera/mesera tuvo que hurgar debajo de las cajitas de unos helados, como si éstos sólo sirvieran para esconder otra cosa, como si la heladera, en realidad no estuviera habilitada para los “frozen”, como si todo esto de los frozen fuese, un invento para impedir que la cadena de cafés no se fuera directamente a la ruina. 3. Con los sobres congelados en la mano, me invitó a sentarme, dijo que ella me “traería el frozen a la mesa” porque para hacerlo tenía que ir “adentro”- Yo pensé: en estos cafés nadie va “adentro” porque adentro es afuera; abandonar esa especie de cocina a la vista equivale a traicionar la esencia del lugar, mucho más esto de sentarse y que te traigan algo. En fin. Por supuesto que, sentadita, con mi bolso repleto de cosas sobre la mesa esperé a que me trajera el brebaje. No era feo. Sólo que el color morado –porque no era exactamente bordó, ni fucsia, ni rosado- no se parecía en nada al que mostraba la foto en la vidriera. Y así, con el vaso de plástico en la mano, caminé por Santa Fé hasta Coronel Diaz donde me subí, como todos los días al 92. No pude evitar pensar que, la extrañeza de toda la situación tenía que ver con mi miopía. Que quizás ni el frozen era tan bizarro, ni el “Aroma” tan decadente, ni la mesera estaba tan apagada, como mecanizada. Sólo era yo, un poco al margen de las cosas, con la cabeza en otro lado y los sentidos demasiado alertas para suplir el déficit que me provoca mi maldita miopía. Otra forma del realismo, claro.
La imagen es de la artista plástica Claudia Mazzuchelli