lunes, 1 de febrero de 2010

La patita radioactiva o la ilusión del realismo

Mi madre odia el pollo. Lo dice así, con vehemencia: "odio el pollo", con la misma convicción con la que declara que "las harinas son malas para la circulación". Yo lo evito, salvo cuando no sé qué darle a mi hijo de 3 años. Y ahí sí sucumbo y con todo: le doy no sólo pollo sino patitas de pollo.
Al principio miraba a Lucio con desconfianza cuando sumergía la patita en el ketchup y, combinada con un tomate cherry, se la llevaba a la boca. ¿Qué era exactamente lo que le estaba dando? O antes, al meter la mano en la bolsa congelada y dejar, esta vez yo, que cayeran dos, tres patitas sobre la mesada de la cocina. Ese golpe seco, como de piedra, que hacen todos los alimentos freezados que nos lleva a preguntarnos cómo es posible que algo pase de un estado al otro sin perder nada en el camino. Pero después... doraditas y crujientes -en esa manera que tienen de ser miniaturizadas versiones de otra cosa- son bastante tentadoras. Así que, como era de esperar, al cabo de un tiempo yo también empecé a comerlas. Y son ricas. Tienen gusto a pollo y lo que es mejor, forma de patitas. Por eso su nombre, claro. Y así convivimos las patitas, el pollo, mi hijo y yo. En la ilusión del contenido y la forma; pensando que las patitas eran parte de un mundo natural, envasado, sí, pero verdadero.
Hasta que nos traicionó la forma. Porque incluso, lo abstracto traiciona (convengamos que ningun pollo tiene patas exactamente iguales a las que vende el paquete). La pregunta por el contenido no tarda en llegar, pero el principio de la desilusión fue la forma: descubrir que en el paquete, a veces, uno puede encontrar otra cosa. Una patita pegada a la otra, por ejemplo; bueno, no habría que preocuparse, cada tanto aparecen siameses, se operan y salen adelante. Medio impresionante, cuando uno entromete el cuchillo entre las dos patitas y ve que sí, que estaban unidas, porque el pan rallado no la cubre ahora por entero. Pero, se puede convivir con eso. Luego está la patita redondita. La que, definitivamente, no tiene forma de patita. Y uno se pregunta de qué. Pero, quizás uno puede decir: tiene el muslo, le falta la parte extrema de la pata, cerrar los ojos y hacer como si la pata estuviera completa.
Pero después está lo que una amiga mía llama: la patita radioactiva. La que no se parece a nada y mucho menos responde a su nombre. No hay nada en el mundo natural con esa forma. Y ahí sí: la certeza. Esto no es pollo, no responde a lo que su nombre evoca -el pollo y sus patas-; esto responde a otra lógica, arbitraria, como la que une al significado y al significante, forma y contenido no están motivados. Es la desilusión del realismo. Y a la vez la admiración: hay alguien en algún lado, empeñado en replicar el mundo. A su manera, con sus instrumentos verbales. Alguien que de vez en cuando deja ver el artificio que construye. Como Roth, Porque retomé The Human Stain (La mancha humana) Mi amiga Mori (una verdadera fan) dice que la lee y al lee en busca del procedimiento. Porque ahí está el mundo pero de pronto uno se da cuenta de que lo que empezó con un narrador en tercera ahora -¡cómo lo hizó!- es un narrador en primera, y no sólo eso, sino que, sin abandonar su mirada de conjunto, se ha metido en la piel de tal o cual personaje. Como los grandes pero a diferencia de esas novelas que son "puro procedimiento" -pienso apenas, un poco, en Puig- ésta te sumerje en la ilusión del realismo. Un poco como Conrad. Falta poco para terminarla y ahí sí, prometo escribir sólo sobre ella.