jueves, 30 de abril de 2009

viernes, 17 de abril de 2009

Lecturas y desvaríos del colectivo 92

Estoy leyendo La caja, de Gabriel Reches. Hace semanas que leo bastante por trabajo y eso me obliga a sumergirme durante tres o cuatro días en una novela, terminarla, digerirla, en fin someterla a una máquina devoradora, opuesta a cierta manera de leer algo aletargada que me acompaña estos últimos años. No sé cuál es mejor. Quizás la segunda, pero es una lectura por momentos imposible, demasiado elástica en la cual el libro se pierde en medio de las mil y un ocupaciones diarias. Así leí Rojo y Negro y todavía recuerdo el clima, no sólo de la novela sino también del cuarto en el que lo leí a lo largo de seis meses. Pero también deglutí Crimen y Castigo en cinco noches, embarazada de siete meses sintiendo que se me terminaba el tiempo. Y también lo recuerdo bien. En esta ocasión junto al de Reches leí Tragamonedas de Lysyj y Las anfibias de Flavia Costa. Antes había leído dos de Muriel Spark –altamente recomendables-, Frío en Alaska de Capelli, La sombra del animal de Vanesa Guerra, en fin, Revolutionary Road el último que S me trajo de la librería Cultura de Brasil descansa en la mesa de luz al lado de uno de poesía de Watanabe que iré leyendo despacio, como me gusta, con el correr de los días.

De cualquier manera, lo que quiero contar es otra cosa. Salgo de casa a la una hoy para ir rumbo al trabajo. Desde que Macri decició hacer doble mano Pueyrredón el 92 tarda una eternidad en llegar, pareciera que viene de una dimensión desconocida, allá lejos donde los ojos clavados en el punto por donde debería aparecer el vehículo, no llegan a ver. Media hora entonces de la mente semi en blanco. No soy como aquellos que saben utilizar el tiempo al máximo y hubiesen hecho de esos 30 minutos un espacio temporal provechoso. En mi la espera adquiere toda su dimensión de espera. No puedo hacer otra cosa más que esperar. En este caso: incómoda, intentando que el resto de la gente se diera cuenta de mi embarazo (ya estoy de 4 meses) y, cuando llegara el colectivo repleto, me dejaran sentar, pudiera, yo, abrir el libro de Reches y seguir, ya no en mí letargo, sino en el letargo del Ruso, el personaje principal de la novela.
Llega el colectivo, nos subimos. No me animo a pedir el asiento hasta que alguien se levanta y ahí sí me avalanzo y abro el libro. Todo se demora, gira sin rumbo, la elección de las palabras de Reches demuestra un diccionario personal envidiable, las imágenes, el tono, pero siempre alrededor del eje de lo que no se completa, lo que se dilata, lo que se pierde. En eso el 92 encuentra una calle cerrada. Otra. Otra más. Los choferes se comunican de ventanilla a ventanilla. Las mujeres se exasperan, preguntan. El chofer no sabe qué responder. Regresa. Va para atrás. Vuelve a tomar Las Heras casi a la altura de Pueyrredón. Estoy nuevamente en la esquina de mi casa. Yo sigo leyendo, el Ruso está perdido como a veces me pierdo yo. “Ahora después” suele decirme S. Que dejo todo para más tarde. Y el colectivo se pierde, pasa por la avenida a la altura de Coronel Diaz, nadie sabe si finalmente iremos a recuperar el rumbo. Pero no hay nada que hacer, sólo esperar a ver qué pasa, como en la novela, con la certeza de que nada va a pasar; eventualmente el 92 recuperará el camino pero es estimulante pensar que por una vez el desvarío va a ser en serio, que vamos a girar y girar por las calles de Palermo a merced del capricho de un enloquecido por la obra pública en áreas ricas, un bienhechor –“están haciendo las cosas bien”, dirá la mujer a mi derecha- preocupado por el bacheo de la calle Castex, la calle San Martín de Tours y el chofer desquiciado sin saber qué calle tomar y ya casi estamos en Pacífico y no hay nada que hacer nos vamos cada vez más lejos, nadie se baja y yo termino el libro justo cuando, por esas cosas del azar, el colectivo llega a Estado de Israel y me bajo en la puerta del kiosco en el que todos los días compro algo para tomar, algo para comer, antes de entrar al trabajo.