sábado, 24 de mayo de 2008

¿Qué más?

viernes 23 hrs.: La cámara enfoca hasta el hartazgo el cuerpo de una vedette uruguaya. Se hace un paneo por la cola. El pecho. El conductor corta un pedacito de tela y la mujer queda en un cola less. En eso el conductor dice que, la mujer, además -¿además de qué?- canta. Hasta este momento la mujer está de pie al lado del conductor sin hacer otra cosa más que mostrarse. Está ahí, simplemente. Sin ropa, casi. Pero está ahí y el camarógrafo, los editores, el equipo del programa se encargan de que la mujer esté lo más presente posible. Ella es el cuerpo que, de pie, espera algo. El conductor le alcanza el micrófono y, entonces, ahí sí, la mujer empieza a hacer algo: canta. Y para cantar gesticula, mueve las manos, su mirada cambia, interpreta. Y lo hace bien. Entonces pasa a primer plano otra persona que no es ella: el camarógrafo. Está desorientado. No sabe qué mostrar. Porque si la mujer canta –es decir si hace algo, algo más que bailar, ejercicio que el camarógrafo está acostumbrado a seguir: mientras más cola y más tetas, mejor- el hombre que maneja la cámara, ahí, rápido, tiene que decidir. ¿Qué mostrar? ¿La mujer interpretando, es decir haciendo algo más que mostrar el cuerpo, o la mujer como si no estuviese haciendo nada más que estar, su cuerpo hecho pedazos, siliconado, expuesto a cirugías, a anestesias, embadurnado, fajado en un corpiño que no resistiría sin explotar ni el paso de baile más sutil? Continuar mostrando sólo el cuerpo sería como descalificarla, subestimarla.... pero por otro lado hay algo ridículo en el hecho de intentar hacer algo más vestida de esa manera. Y el camarógrafo lo sabe. Porque es imposible abstraerse al cuerpo, así en primer plano. Entonces va y viene, intermitente, de la cara a la cola, de la cola a las tetas, de ahí a la bikini, y de nuevo a la cara. Rápidamente empieza el tema del baile. En cuestión de segundos la mujer queda con los pezones al aire (frase que el jurado repetirá también hasta el hartazgo), continúa bailando, el conductor simula un infarto y todo sigue como si nada hubiese pasado. La mujer se va, se lleva su cuerpo, saluda a la platea, se abre el decorado y sale otra mujer, ¿el mismo cuerpo?, a ocupar su lugar.
Carolina Esses

martes, 20 de mayo de 2008

Con los pies lejos del piso

Necesito tener los pies un poco por encima del suelo. Y no es que la ficción o la poesía tengan ése efecto pero sí pienso que el periodismo tiene el efecto contrario. Y para acompañar el poema tendría que encontrar una foto del año 2002 donde una nena -Azul- moja los pies en el agua cristalina y helada de un lago. Con las rocas de fondo. No tengo a mano esa foto. Así que apelo a la imaginación de cada cual. No faltará quien logre visualizar lo que hoy no puedo: una playa coloreada por el sol, repleta de plantas exóticas y una arena fina, blanca.
Aquí va un poema que Irene Gruss leyó en la presentación de su obra reunida: La mitad de la verdad editada por Bajo la luna.

MUJER IRRESUELTA

Yo quisiera, como Gaughin, largar todo e irme,
dejar mi familia, la no tan sólida
posición
e irme a escribir a alguna isla
más solidaria.
Esa tranquilidad de Gaughin,
permanecer en una isla
tan calurosa, donde las mujeres
escupen resignadas
carozos de fruta silvestre.

Irene Gruss

jueves, 15 de mayo de 2008

Mi bisabuela Gracia, casamentera

Caras y Caretas de mayo
por Carolina Esses
Entre la Buenos Aires de los años treinta y la ciudad de Alepo había mil diferencias. Quizás por eso, para que no fuesen tantas, fue que al llegar de Siria, Gracia continuó ejerciendo su oficio. Recorría los barrios. Se detenía en los negocios, en las casas de familia, en las tiendas donde sabía podía estar ese codiciado soltero judío ideal para la hija del sastre, tan linda, tan bien criada. O al revés. Buscaba a la hija del profesor que aunque todavía jovencísima podría ser la compañera perfecta para el hijo mayor del dueño de la hilandería. Gracia, era Gracia Esses. Su apellido nos delata a ambas: bisabuela y bisnieta. Y la historia es de esas que abundan en las familias de la colectividad. Gracia era una shadjente. Una casamentera judía.
“Hasta una o dos generaciones atrás muchos casamientos se arreglaban –cuenta Paul Armony, de 75 años un hombre muy activo en la colectividad judía- Lo hacían los padres entre sí desde que los chicos eran muy jovencitos. Doce, trece años. Y muchas veces recurrían a los servicios de la shadjente. Ella recibía el pedido de los padres de las chicas que eran los que pagaban.” Apenas cobraban un anticipo comenzaba el desfile de candidatos. Según los estudiosos la palabra original es hebrea, shiduj, y viene de un verbo que significa “hacer enamorar” o cortejar. El origen del oficio se remonta a la Edad Media cuando las parejas se formaban gracias a la tarea de un intermediario. Con el tiempo se profesionalizó y se convirtió en un modo de ganarse la vida. Gracia, por ejemplo, tenía sus artimañas. Aunque no siempre saliera ganando. Como aquella vez que un hombre no quiso pagarle –ni hablar de casarse- cuando corroboró que la mujer que entraba al templo no se parecía en nada a la de la foto que Gracia le había mostrado. O la parejita que en lugar de respetar los tiempos y la ceremonia en el templo se escapó haciendo un “paga Dios.”
Según Armony como la mafia judía se dedicó a la trata de blancas, muchas veces se recurría a la shadjente para corroborar el buen nombre de la novia, para saber a ciencia cierta que no había sido víctima de nada turbio. Tenían un sistema de información siempre actualizado que no era más que el boca a boca. Sabían a la perfección cuántas chicas judías solteras había en la cuadra y según sus atributos –y su dote- a qué tipo de soltero podían aspirar. Así, estas eternas madres judías se encargaban, no sólo de alimentar a sus hijos sino de proteger, a través de matrimonios endogámicos, el legado cultural.
Hoy, a pesar de que los matrimonios mixtos son moneda corriente, basta con escribir shidaj en google para encontrar una larguísima lista de sitios para solos y solas de la cole. Algunos periódicos judíos también publicitan espacios donde una mujer “profesional, soltera, de 28 años y que respeta Kasher y Shabat” puede encontrarse con un hombre “profesional, de 32 años, soltero, brillante”. Sin embargo, en Villa Crespo todavía queda una shadjente tal cual era Gracia. Sara Kinderman. Amiga entrañable de Roberto Galán, Sarita tiene un código que respeta a rajatabla: “La persona que recurre a mí tiene que querer casarse, nada de vivir en pareja o pasar el rato. Si me doy cuenta de que buscan otra cosa, los despido inmediatamente”. Es que Sarita siente sobre sus hombros el peso y la responsabilidad de la tradición. “Soy una verdadera shadjente”, repite y aclara que por respeto a ella en la primera cita la pareja sólo debe conversar. Nada de contacto físico. Sarita no cobra un precio fijo. Tiene un platito sobre la mesa del comedor donde la gente le deja lo que puede. No importa si son diez, cincuenta o cien pesos. Lo verdaderamente importante es que dejen de estar solos.
Cuando me fui de lo de Sarita era viernes y ya había salido la primera estrella –signo del comienzo del día de descanso judío, el Shabat. Pero ella se encargó de aclarar que no descansa ni siquiera en Shabat. “Es cuando la gente más sola está”, dice, “ahora en un rato viene un médico que busca novia y mañana ya tengo citadas a dos personas más.” A veces la gente piensa que discrimina cuando se entera de que sólo casa a solteros de la cole. Pero ella no lo ve de ese modo: “Si todavía no casé a todos los judíos”, dice, “¿cómo me voy a ocupar de la gente de otras colectividades?”.